SOBRE EL FUSILAMIENTO DEL EMPERADOR MAXIMILIANO

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Alejandro Rosas / Historiador.

Convento de las Capuchinas, sitio donde estuvo preso Maximiliano en Querétaro 

El 21 de junio de 1867, Benito Juárez escribió a su yerno Pedro Santacilia:

“Hoy se ha rendido [la ciudad de]México y es natural que Veracruz se rinda también dentro de pocos días… El día 19 fueron fusilados en Querétaro Maximiliano, Miramón y Mejía. No hay tiempo para más”.

El mensaje de Juárez era particularmente frío. Cuatro años recorriendo el país hasta los confines del territorio habían terminado por endurecer su carácter, de por sí inconmovible ante los asuntos de la nación. Por eso no vaciló ante las numerosas peticiones de indulto para el archiduque y sus generales. Por eso no cedió un ápice cuando la princesa de Salm Salm se arrodilló suplicando por la vida del emperador. Juárez tenía razón, no había tiempo para más porque el tiempo había terminado.

Militares nuevoleoneses que fusilaron a Maximiliano 

A las siete de la mañana con cinco minutos del 19 de junio de 1867, Maximiliano, Miramón y Mejía cayeron atravesados por las balas republicanas. Todavía no se disipaba el olor a pólvora cuando dos médicos se acercaron para certificar la muerte de los tres hombres y acto seguido fueron envueltos con sábanas de lienzo para depositarlos en sendos ataúdes de madera corriente que había mandado hacer el gobierno mexicano.

Seguramente por el tenso ambiente que se respiraba en Querétaro los días previos a la ejecución, nadie reparó en la estatura de Maximiliano –desde luego no era como la de Miramón o Mejía–, y ese pequeño detalle se hizo evidente cuando los médicos trataron de colocar el cuerpo del archiduque sobre el féretro correspondiente: era tan chico que sobresalían sus pies. A partir de ese momento, una serie de equívocos determinaron el progresivo deterioro del cadáver que pudo partir hacia Europa hasta finales de noviembre de 1867.

Camisa de Maximiliano el día que fue fusilado

El mismo hombre que dos horas antes había salido rumbo al patíbulo, regresaba al Convento de Capuchinas en calidad de difunto. La capilla fue alistada para recibir al ilustre muerto y sobre una mesa de madera fue colocado el cadáver. “He aquí la obra de la Francia”, dijo el coronel Palacios señalando el cuerpo inerte del infortunado Maximiliano.

El cadáver presentaba cinco impactos de bala a la altura de las cavidades toráxica y abdominal, y uno más, el famoso “tiro de gracia”, en el corazón. El rostro no mostraba ninguno pero varias contusiones eran notorias: tras recibir la descarga, el exánime cuerpo del emperador se había golpeado de frente contra el suelo; nada que no pudiera arreglar un poco de barniz.

Levita de Maximiliano después de su fusilamiento

La circunstancial designación de doctor Vicente Licea para realizar el embalsamamiento no fue, como lo demostró el tiempo, la decisión más afortunada. Pesaba sobre su reputación el cargo de haber entregado a Miramón a los republicanos mientras se atendía de una herida en la mejilla y eso provocó una serie de rumores que semanas más tarde eran del dominio público: se le acusó de haber tratado como carnicero el cuerpo del archiduque y de querer lucrar con sus órganos, vísceras y sangre.

Más tardó el doctor Licea en embalsamar al difunto archiduque que el medio ambiente en empezar a descomponerlo. El 28 de junio, dos días después de que fue puesto en su ataúd provisional, uno de los cristales del féretro fue roto accidentalmente por un soldado que, curioso, se acercó al cuerpo de Maximiliano para ver de cerca al llamado emperador. Nadie se percató del accidente o nadie quiso hacerse cargo. Pasó la estación de lluvias y el cadáver permaneció con el cristal roto hasta los primeros días de septiembre, cuando se ordenó su traslado a la capital de la República. Paradójicamente, “el cadáver se conservó, durante su permanencia en Querétaro, sin la más leve alteración, y sin despedir el más ligero mal olor”.

                                                         Cadáver de Maximiliano de Habsburgo

Pero el muerto estaba marcado por el infortunio. Durante el trayecto a la capital, el carro que transportaba los restos del Habsburgo volcó dos veces, y cayó en un arroyo. “La acción del agua que penetró permaneciendo en contacto con el cadáver y macerándolo produjo la degeneración grasosa que sufren algunas momias”. Al llegar a la ciudad de México, el cadáver era un desastre, del archiduque sólo quedaba el recuerdo y un cuerpo momificado que se iba ennegreciendo.

¿Qué motivos reales impidieron la pronta entrega de los restos de Maximiliano a sus deudos? ¿Por qué transcurrieron cuatro meses antes de que partieran rumbo a Europa? ¿Fue un asunto político o una cuestión personal? ¿Existía en Juárez el deseo de ver el cadáver del archiduque? Difícil resulta encontrar una respuesta. Don Benito nunca mostró ninguna inclinación ni deseo alguno por conocer a Maximiliano, no obstante las comunicaciones que recibió del archiduque exponiendo ese deseo. Juárez ni siquiera se dignó en contestar, pero unos meses después de la ejecución, ya instalado en Palacio Nacional, el presidente se tomó algunas horas de la noche para visitar el cadáver del Habsburgo.

Cortejo fúnebre de Maximiliano en Viena 

Algunos días después, a principios de noviembre, el gobierno mexicano entregó al vicealmirante Tegetthoff –representante personal del emperador de Austria– los restos mortales del archiduque. Para evitar cualquier otro contratiempo, se mandó construir un carro especial para trasladar el ataúd y evitar que en el sinuoso camino a Veracruz cayera nuevamente.

A las cinco de la mañana del día 13 de noviembre –un día 13, curiosamente– una fuerza de trescientos hombres de caballería se alistó para escoltar el cadáver hasta el puerto de Veracruz. Salían así, “los restos mortales del hombre que el 12 de junio de 1864, había sido recibido con extraordinario entusiasmo, en medio de una lluvia de flores arrojadas por un pueblo ansioso de paz y de ventura”.

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About Author

Eduardo Cázares Puente (1976- ). Es Licenciado en Historia por la UANL. Maestría en Educación por la Universidad Tec Milenio, además de ser catedrático de este centro de estudios desde el 2009. Es paleógrafo e investigador de temas de historia del Noreste de México y autor de los libros Nuevo León durante la Guerra México-Estados Unidos (1846-1848); Monterrey: revoluciones, guerras y comerciantes (1808-1855), tomo III de la enciclopediaMonterrey: origen y destino (2009). Ha colaborado con artículos en revistas como Atisbo, Actas y Relatos e Historias.

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