Nuestros estigmas

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Nuestros estigmas

Un ejercicio académico que trabajé recientemente sobre Frankenstein de Shelley, me llevó a recordar la extraña sensación de romanticismo que percibí de esta novela, hace muchos años, cuando la leí por primera vez. El miedo que ocasiona esta obra es diferente al de Drácula. Se trata de la milagrosa creación de vida hecha por un simple científico, de una criatura que pasa por persona normal mientras no lo vean. Inteligente, sensible, idealista, lector apasionado, liberal, es convertido en monstruo cuando descubren su físico, resultado de la impericia del creador.

Dentro de unos días, un hombre de notorio lenguaje fascista tendrá el control de una potencia militar y económica. Para ganar las elecciones, propuso, después de años de haber obligado al mundo a seguir sus lineamientos para expandirse económicamente, cambiar de estrategia para mantener la hegemonía de su nación. Así, hace a un lado la historia y finge creer, con base en discursos racistas y xenófobos, que su país es la víctima. Pero esto no es lo único grave; en varias partes del mundo, sin que nuestro País sea la excepción, está la tendencia de emularlo, de seguir el mismo discurso por parte de grupos de personas que creen ser superiores a los demás.

Qué fácil es dar la espalda a la realidad e inventar un mundo lleno de peligrosos monstruos para referirse a aquellos que les son diferentes, tanto en el aspecto físico como en la manera de pensar.

Al igual que muchos de los nacidos en Latinoamérica, mi familia es de raíces diversas. Mi mamá se enorgullecía de ser descendiente de indígena y, al mismo tiempo, adoraba a su padre, hijo de español. El sueño de mi papá, que nunca pudo realizar, era conocer España. Esta mezcla de orígenes, compartida con la mayoría de los habitantes de nuestro país, ha sido para mí, durante años, el origen de un conflicto personal al carecer de una conciencia propia de mi parte indígena. No me refiero al estudio, en libros de historia, de los fundadores de los imperios de este continente; sino a no entender la parte de nosotros que viene de los que fueron obligados a trabajar como esclavos; de los no vistos en la vida social; de los que, en la época de la colonia, por miedo a que algún día se expresaran por su cuenta, se les prohibió recibir educación por más de trescientos de años; de los que perdieron su religión y cultura y que, en un violento proceso de sincretismo, lograron construir una nueva forma de vida, que es parte de muchos de nosotros, aunque no sepamos entenderla.

Así, muchos creamos nuestros propios monstruos sobre aquellos que nos parecen extraños, desconocidos, ajenos, pero, a la vez, tan cercanos. Podríamos preguntarnos: ¿cuántos de ellos son víctimas de nuestra intolerancia por creer nosotros que son diferentes?; ¿qué hace que la sociedad se polarice y genere enemigos por otra manera de pensar?; ¿cuántas de nuestras reacciones son resultado de un racismo que aflora, aunque sea inconsciente, como resultado de negar nuestros orígenes comunes e ignorar las evidencias científicas de que todos formamos parte de lo mismo?

Miles de niños, jóvenes y adultos viven en situación de calle. Muchos los menospreciamos por dedicarse a limpiar parabrisas de coches; por verlos tirados sobre la acera, ya sea dormidos o posiblemente muertos (ni siquiera nos interesa saberlo); ignoramos el infierno en que se convirtió nuestro país para la mayoría de los inmigrantes que nos ven como lugar de paso.

Acostumbrados a la agresión continua, ya sea física, oral o de gestos, dejamos que se las arreglen solos el inválido al cruzar las calles, el indigente que busca comida en el cesto de basura, la anciana que debe subir a un autobús; el joven de uno ochenta de estatura quien, derrotado, arroja con vergüenza su chamarra al suelo, sobre la acera, para extender la mano y pedir, por primera vez en su vida, una limosna.

Somos parte de una misma historia. Sutiles hilos que vienen del pasado, se anudan en el presente y se disparan al azar en el futuro, nos muestran lo que tenemos en común, nos unen con base en la diversidad.

Por esto, si tan sólo no perdiéramos tan fácilmente nuestra conciencia social; si tan sólo pudiéramos masticar nuestros recuerdos, rumiarlos, sacarles provecho. Si tan sólo, la mayoría fuésemos conscientes de nuestra identidad, tendríamos la fortaleza necesaria para reaccionar ante las afrentas recibidas por este posible iniciador del fascismo, quien inventa sus propios monstruos por conveniencia propia, y estaríamos listos para recibir de regreso, con orgullo, a muchos de los que se fueron, hace tiempo, en busca de oportunidades que no lograron encontrar aquí, en nuestro País.

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Enrique López Yáñez

Es Físico por la UNAM, Especialista en Ciencias de la Computación por la Fundación A. Rosenblueth y ahí fue profesor de Física y Graficación y Simulación por Computadora. Trabaja en mantenimiento de software y prepara una novela para la Maestría en Literatura y Escritura Creativa en Casa Lamm.

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