De herejías y otros delitos: El Tribunal del Santo Oficio en Monterrey

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Como bien sabemos, el Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición fue formalmente instituido en la Nueva España en el otoño de 1571. Su función era detectar y llevar a juicio a toda aquella persona que contradijera doctrinalmente el dogma católico, así como procesar a personas que eran denunciadas por sospechosas de hechicería, bigamia y otros delitos.

Su influencia en el norte de la Nueva España se extiende casi a la par que la conquista territorial a través de los llamados “familiares”, y posteriormente con el nombramiento de comisarios, notarios, alguaciles y revisores o expurgadores de libros.

Ya en las últimas décadas del siglo XVI vemos, por ejemplo, que el cargo de familiar lo ejerce desde Mazapil hasta Saltillo el capitán Juan Morlete, cuya denuncia más conocida fue la que hizo contra su homólogo, el capitán Alberto del Canto, fundador de Saltillo, a quien con carta fechada en esa población el 24 de agosto de 1589 lo acusaba ante el Santo Oficio por conducta indecente.

En el Nuevo Reino de León, empieza a tener injerencia posiblemente desde 1629 con la llegada del licenciado Martín Abad Uría, que fue cura tanto de la Villa de Cerralvo como de Monterrey. Si bien fue nombrado comisario del Santo Oficio para la Villa de Cerralvo, por decisión suya se autonombró también comisario para la ciudad de Monterrey y su jurisdicción.

Durante su gestión, fueron enviados a México para que se les abriera proceso inquisitorial dos reos del Nuevo Reino de León, cuyas causas se concluyeron en 1630 y 1637. Sus nombres eran Luis de Rivera y Francisco Bloy. Esas referencias fueron recogidas de una nómina de reos del Nuevo Reino de León que lamentablemente no especifica los cargos que se les hicieron, aunque sospechamos que fue por bigamia.

A pocos años de establecido el Santo Oficio en Monterrey se registraron muy pocas denuncias; sin embargo, a partir de 1616 éstas se incrementaron en gran manera, tanto en contra de pobladores comunes como de personas que ostentaban cargos públicos o eclesiásticos.

Hecha una vez la denuncia o acusación, ésta generalmente se ventilaba primero en Monterrey y posteriormente se daba noticia del caso a las autoridades inquisitoriales de México, quienes revisando el caso ordenaban se interrogara a las personas involucradas para decidir conforme a más elementos si se absolvía al acusado o fuera trasladado a la capital para formarle proceso. De hallarse culpable, según el grado de delito, era recluido o ejecutado por el brazo seglar.

Dichas denuncias, como ya expresamos, se hacían ante el representante en turno del Santo Oficio que no era otro sino algún poblador del Nuevo Reino de León que sucesivamente iba ocupando los distintos cargos de este organismo. Entre ellos se encontraba, por ejemplo, el futuro gobernador Cipriano García de Pruneda, quien en 1691 fue nombrado alguacil mayor. Es ese año se testifica en contra del bachiller Nicolás Guajardo, descendiente de los primeros pobladores de la Nueva Vizcaya y del Nuevo Reino de León, por proposiciones heréticas al expresar durante un sermón que “María Santísima era accidentalmente más inmensa que Dios”.

Hacia 1699 se hace una interesante denuncia ante el Santo Oficio contra el bachiller Lorenzo Pérez de León, Teniente de Cura de Monterrey e hijo del historiador y capitán Alonso de León; fue acusado por el gobernador Juan Pérez de Merino por haberlo injuriado durante un sermón utilizando para ello pasajes de las Sagradas Escrituras.

Las denuncias por supersticiones regularmente eran en contra de esclavos negros, como el registro en 1706 en contra de un sirviente del sargento mayor Antonio López Villegas.

De carácter sumamente confidencial fueron las diligencias que se practicaron de las denuncias por solicitantes en contra de los franciscanos fray Juan de Ugarte en 1715, cura de Linares, y en 1720 en contra de un fray Alonso, cura y ministro de Monterrey quien se autodenunció por este mismo delito, que consistía nada menos que en procurar con insistencia los amores de una persona valiéndose para ello del confesionario.

En 1723 ocupa el cargo de comisario del Santo Oficio el bachiller don Juan de Arellano, Cura vicario y juez eclesiástico de Monterrey, y el de alguacil mayor, el señor Francisco Sánchez Robles. En esa década acaparó la atención de los inquisidores un mulato acusado de haberse casado dos veces llamado Gaspar de los Reyes, alias Gaspar de los Santos, y para las féminas de aquel entonces alias “El Lindo”.

Las denuncias por hechicerías no fueron muy comunes en el Nuevo Reino de León, pero esto no significa que no existió dicha práctica en este territorio, que por obvias razones se ejercía a escondidas. Sin embargo, a veces las precauciones que se tomaban para ello no eran suficientes y la persona era sorprendida in fraganti. Uno de esos casos se señala en la acusación que hizo un fiscal del Santo Oficio contra una mulata, casada, vecina del rancho de la Ciénega, por sospechosa de hechicería con base en un testimonio de cierto muchacho que la vio poner en un hormiguero unas velas claveteadas de espinas. En esta denuncia se nombra el Valle de el Pilón y Mota, y cuando se recibió en Monterrey, se instó a que se especificara la edad del muchacho, pues en el Nuevo Reino de León a los hombres que tenían 30 años solía llamárseles también “muchachos”.

Conociendo el impecable sistema de vigilancia implantado por el Santo Oficio a todo lo largo y ancho del virreinato mediante sus funcionarios, no escapaba a sus oídos cualquier palabra que sonara a herejía, sin importar si aquel que la había expresado gozaba de una jerarquía militar, eclesiástica o pública. La vida inquisitorial en el Nuevo Reino de León, así como los delitos que se cometieron dentro de él, no se diferenciaban mucho de las ciudades del centro del virreinato. Aquí también se procedió por proposiciones contra justicias y alcaldes mayores y hasta maestros. Hubo conversiones de luteranos a la religión católica por miedo al Santo Oficio, se hicieron denuncias en contra de franciscanos por solicitantes y también de personas que, abusando de la ingenuidad de la gente, se disfrazaban de sacerdotes para darles la oportunidad de que confesaran sus pecados.

Todo acusado era primero llevado y encerrado en la cárcel de Monterrey, la cual se reducía a un mísero cuartucho resguardado por uno o dos soldados, razón por la cual no era difícil que los reos se dieran con frecuencia a la fuga. El escape de José Antonio Vértiz y Martínez, acusado en 1778 por confesante sin órdenes, fue razón para que en 1790 el gobernador don Manuel Bahamonde escribiera al virrey Revillagigedo enterándole de sus planes de construir una buena cárcel. Así como de aplicar la pena de muerte a los reos encerrados en la “débil” cárcel de Monterrey.

De este “saludable remedio” de la horca, no hemos podido averiguar en base al juicio de cada uno de los reos, si la sentencia que recibieron fue justa, pues como se puede advertir, el señor Bahamonde tenía más prisa de ponerles la soga al cuello que procurar indultarlos. E incluso no descartamos la posibilidad de que haya aplicado la pena de muerte a reos inocentes, en virtud de que en aquel entonces era muy común que por venganza se acusara falsamente por carta a personas que se quisiera dañar.

El Tribunal del Santo Oficio fua abolido a la consumación de la Independencia de México en 1821, dejando atrás una grave saga de muertes, injurias y temores entre la sociedad regiomontana.

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About Author

Eduardo Cázares Puente (1976- ). Es Licenciado en Historia por la UANL. Maestría en Educación por la Universidad Tec Milenio, además de ser catedrático de este centro de estudios desde el 2009. Es paleógrafo e investigador de temas de historia del Noreste de México y autor de los libros Nuevo León durante la Guerra México-Estados Unidos (1846-1848); Monterrey: revoluciones, guerras y comerciantes (1808-1855), tomo III de la enciclopediaMonterrey: origen y destino (2009). Ha colaborado con artículos en revistas como Atisbo, Actas y Relatos e Historias.

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