Estampas del Fenómeno Disco en Monterrey, circa 1977-1979

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Fenómeno Disco en Monterrey

Fenómeno Disco en Monterrey

 

Nos hemos estremecido con las recientes muertes de nuestros íconos  Donna Summer y Robin Gibb de los Bee Gees (aunque estos últimos no sólo hicieron música disco, mucha de su fama mundial vino de hacer  el soundtrack  de la película de Satuday Night Fever, etc.) Todo mundo sabe lo demás.

Lo que ya no muchos saben es como se desarrolló el tema de los bailes que había en la ciudad  (los que se acostumbró en un tiempo, al menos en esa modalidad, de entre 1974 a quizá 1982, década y media antes de los antros, en los que una quinceañera los celebrara en su casa o en casino o similar, con contratación de un equipo de cintas con música grabada, disco en su mayoría, bocinas y luces, aunque estos bailes también se hacían cada fin de semana en al menos dos lugares de la ciudad de Monterrey, en el Vasco de Quiroga de allá por la Maria Luisa, y en la Cueva del Club de Leones Anáhuac).

Va lo siguiente como una especie de crónica-descripción de aquellos años…

Ya cuando de milagro estábamos adentro (algunos lo logramos con la mitad de la mitad de alguna invitación original) sentíamos, veíamos, percibíamos:

–          los focos acomodados para prenderse y apagarse al ritmo de la música, el bom-bom-bom-bom sincopado con el que se metía al ritmo cardiaco (como con Born to be Alive de Patrick Hernández),

–          la media luz con la que se medio buscaba en la penumbra que la chica que querías estuviera esperando ahí sentada,

–          la fila interminable de chicas sentadas fingiendo que no estaban nerviosas por ir a bailar temiendo la vergüenza-humillación que tendrían conforme pasaban las horas si no las sacaban a bailar,

–          El no querer abandonar la zona de seguridad en donde tus amigos se la pasaban fumando con todo nervio sintiendo que los cigarros se iban a acabar pronto,

–          que el mayor de los amigos o conocidos seguía bailando con la que te gustaba, que el tiempo se estaba acabando y que no sabrías como regresar a tu casa,

–          que había muchas parejas bailando al parecer muy a gusto, y que la canción que más te agradaba y que querrías bailar ya acababa de pasar,

–          o el problema de no saber que decirle a una chica en el sentido de querer conocerla pero no poder tener el arrojo o valentía o atrevimiento promedio del joven promedio.

–          El reconocer cierta zona de chicas como la del “squash” porque el que fuera, el que fuera, era rebotado de ahí sin clemencia,

–          el sentir de que si eras rebotado por una, eras rebotado por consiguiente por todas las del grupito.

–          El saber que tenías que irte con el “ride” temprano mientras te estabas divirtiendo como nunca con una chica que estaba a punto de pasarte su teléfono.

–          El terrible error de haber sacado a bailar a la ex novia  de alguien, y que ese alguien ignoraba ese cambio de su estado civil (no había Facebook).

–          La decepción total cuando ibas con una chica no muy agraciada (la verdad la verdad, solo lo que querías era bailar, divertirte), y nada, que ella te decía que no rotundamente. Y todos se daban cuenta.

–          El reconocimiento de que tenías un coeficiente social de -300 cuando no sabías de qué hablar con la chica en la pista de baile a la hora en que estaba un cambio de canción.

–          El saludar a los cuates que eran los dueños del equipo de sonido, que en ocasiones los veías en la escuela porque eran tus compañeros y veías con gracia que sus bocinas tenían aditamentos hasta con cajas de cartón.

–          En un caso, al llegar las doce él terrible silencio que se hacía cuando ya todos se estaban yendo y la soledad que se empezaba a apoderar del lugar cuando sólo se iban quedando los familiares.

–          Uno de los peores casos cuando llegaba el probablemente-nunca-comprobado gran amor de tu vida y empezaba la susodicha a bailar muy contenta con alguien que evidentemente no eras tú y que nunca se le despegó en toda la inmensa y larga noche, ¡ni en las calmadas, el maldito!

Y dos de los mejores casos cuando saliendo directamente del salón de clases de la UDEM en el vetusto y respetable Labastida, de la clase de Introducción a los Sistemas Computacionales de ICAP, primer semestre de carrera, todo vestido como no se debiera ir a un baile: mezclilla, camisa a cuadros, y tus amigos estaban ahí afuera en el pasillo de los salones para que fuéramos juntos a la calle de Laredo en Lomas del Valle, porque había un baile de una amiga lejana de uno de ellos y que se convertiría inesperadamente en una deliciosa velada en la que estuviste toda la noche bailando con una chica amable y divertida de la cual sólo recuerdas su blusa moteada tipo leopardo (y sólo eso vagamente después de 33 años).

Y el otro caso cuando saliendo hacia otro baile por San Jerónimo, entras y descubres en donde está la música que no hay hombres, donde la inmensa mayoría de los invitados, ¡eran puras chicas! El verdadero paraíso. Y sin precisamente sin tener que saber bien bailar música disco (escena recordada y que sí fue escrita para mi cuento de Éramos Diez).

Ahí estaba el ritmo, que nos ordenaba de inmediato, sin miramientos: era inminente, en un sentido, despojarse de las inhibiciones y de buscar a alguien, aunque no la conocieras, con quien compartir esa noción de perdernos en una jungla musical llena de árboles vibrantes a las cuales aferrarnos y correr por los senderos juntos, riéndonos, exaltados,

con el corazón perlado de sudor, quedando extenuados al final como si hubiéramos sido exprimidos de todos los esfuerzos posibles de nuestra alma, sólo mientras no empezara otra pieza más por las negras bocinas gigantescas y ensordecedoras, que nos llevara a ese mismo lugar,

entregándonos la promesa de otra visión, todo para volver a vivir desde lo más alto de esa selva rítmica, poder mirar arriba y ver juntos un cielo estrellado que sonriente estaría también satisfecho de vernos contentos por un breve momento en el que llegamos a ese paraíso temporal lleno de vibra que golpeaba inclemente justo donde está el corazón y el bien sentir, el bien vivir.

Cada noche de cada viernes, cada noche de cada sábado, refugiada la esencia en la temporalidad eterna del recuerdo, de cuando tenías quince-diecisiete años, cuando pensabas que ibas a vivir para siempre…

 

http://www.youtube.com/watch?v=2rYYecQN3VM

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About Author

Eduardo Cázares Puente (1976- ). Es Licenciado en Historia por la UANL. Maestría en Educación por la Universidad Tec Milenio, además de ser catedrático de este centro de estudios desde el 2009. Es paleógrafo e investigador de temas de historia del Noreste de México y autor de los libros Nuevo León durante la Guerra México-Estados Unidos (1846-1848); Monterrey: revoluciones, guerras y comerciantes (1808-1855), tomo III de la enciclopediaMonterrey: origen y destino (2009). Ha colaborado con artículos en revistas como Atisbo, Actas y Relatos e Historias.

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