Circo, maroma y teatro

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Al pueblo, pan y circo

Cuando era niña fui al circo una sola vez, con eso tuve: no me gustó. A pesar de que probablemente mi madre nos llevara a mi hermano y a mí luego de bastante insistencia por nuestra parte –no recuerdo con claridad-, mi desencanto fue casi instantáneo: las gradas incómodas, el sopor de las altas temperaturas y el polvo mezclados, los animales tristes, cansados; todo me pareció lastimero. A esta impresión se le sumó un espectáculo más bien deslucido y la constante presencia de unos payasos de humor burdo y simplón. En definitiva, el circo no era lo mío.
            Crecí detestando a los payasos que suelen subirse al transporte público (lo mismo si visten harapos mugrientos o si llevan maquillaje bien elaborado) a repasar la choteadísima rutina que comienza: “No soy un gran artista, pero preferí eso que ser carterista”, consistente en un par de chistes baratos, a veces la hechura de un animal de globo y luego el incómodo momento en que van de un asiento a otro, extendiendo el sombrero y repitiendo: “Si no tiene una moneda, con su sonrisa basta”, como si ambas partes no supiéramos que la única manera de que se calle es pagándole.
            Como yo lo veo, el problema de estos mal llamados actos circenses callejeros no es la evidente falta de ingenio, simpatía o talento que se espera de un artista, sino su naturaleza invasiva. En Zacatecas el mejor ejemplo de esto son los Payalocos, un trío de payasos que prácticamente se ha apropiado de la plazuela Goitia –en pleno centro histórico de la ciudad-. Al pasar por ahí al anochecer es imposible ignorarlos, dado que cuentan con un equipo de sonido que ya muchos eventos culturales quisieran, instrumentos musicales y, claro está, la estridencia de sus bromas gastadas. No niego que haya un gran número de personas que los encuentra divertidos –prueba de ello es que tarde con tarde, a lo largo de diez años, pude atestiguar que para contemplar sus actuaciones la plaza llegaba a estar tan concurrida como si del Festival Internacional de Teatro de Calle se tratase-, yo apoyo la idea de que debe haber oferta para todos los gustos. Pero ya bien lo dijo el prócer de nuestra patria: “El respeto al derecho ajeno es la paz” y no me digan que no es una falta de respeto que uno asista al teatro Calderón a la presentación de un libro y se escuche el Gang Nam Style, en lugar del autor, porque la plazuela Goitia se encuentra ubicada justo enfrente y los Payalocos están sacando a bailar al público.
Si se piensa bien, todas las ciudades, por grandes o pequeñas que sean, tienen que padecer actuaciones de este tipo. Es inevitable: el circo es una expresión artística que nació a la par de la civilización. Se dice que existe evidencia de que los antiguos egipcios practicaban la acrobacia y que en la Grecia clásica los hombres hacían gala de su fuerza malabareando con objetos pesados. Aunque fueron los romanos quienes acuñaran el término circo –un espacio arquitectónico diseñado para contemplar el espectáculo de la lucha sangrienta entre gladiadores o del hombre contra las bestias-, las artes circenses, tal y como las concebimos ahora, están más ligadas con las compañías itinerantes medievales, conformadas por juglares, saltimbanquis y goliardos. El circo de entonces no era sino un conjunto de seres con habilidades poco comunes que invitaban al campesino a salir de su pesada rutina diaria, mediante la contemplación de las suertes que ahí se ejecutaban.
Con el paso del tiempo se comenzaron a utilizar las carpas, que lo mismo servían para proteger de las inclemencias del clima, que para evitar que los fisgones disfrutaran del show sin pagar el boleto. Fueron incorporándose también animales exóticos y/o amaestrados, así como personajes peculiares o con malformaciones congénitas: enanos, mujeres barbudas o con obesidad mórbida, hombres con gigantismo o gemelos siameses suscitaban la morbosa estupefacción de los asistentes. Narrado de esta manera, el circo es mera representación de la crueldad y lo grotesco. Pese a que en México son apenas cinco los estados que han prohibido el uso de animales en el circo, por fortuna el devenir de éste se ha ido bifurcando hasta dar pie a la presencia humana exclusivamente en el reparto, con los retos que ello implica.
“Nadie decide ser cirquero. Son cosas que pasan.”, dice don Alejo, un personaje de la novela “Santa María del Circo”, de David Toscana. Y tiene razón. Yo misma, por azares del destino, durante una brevísima temporada me introduje en el mundo de los cirqueros. Como la historia es larga y este espacio es corto, sólo diré que tomé un curso sabatino de técnica aérea (telas) y cuando menos lo pensé ya me encontraba en Sombrerete, desfilando en zancos y vestida de payasita. Como no queriendo la cosa, en medio año había aprendido a hacer acrobacias de piso en pareja (esta disciplina se conoce también como “mano a mano” o “pulsadas”), hula-hula y un poquitito de clown. Para entonces, junto con mi maestro y mis colegas, ya había asistido a la Cirkonvención, en una hacienda ubicada en Tetecala, Morelos: un campamento de una semana donde artistas del circo contemporáneo de toda la república se reúnen a tomar talleres y cursos intensivo, impartidos por renombrados expertos venidos de Canadá, Bélgica, E. U. A., Argentina, Francia, España, etc. Sin duda, lo que más me impactó fueron las funciones de gala que se presentaban cada noche, en una carpa levantada cerca de la laguna. Aprovecho para mencionar que nunca antes había visto tanta gente bonita y con cuerpos perfectamente ejercitados en un mismo lugar. Además, todos eran muy amables.
El circo me enamoró por dos razones: la primera, me mostró los diferentes tipos de poesía que el ser humano puede escribir sin necesidad de tinta, ya en el aire, brincando de un trapecio a otro, ya dando vida a objetos inanimados; la segunda, me ayudó a descubrir, a punta de golpes y tropezones, de lo que mi cuerpo era capaz. Y qué decir de la gran satisfacción que otorga arrancar un suspiro de asombro, una risa, un aplauso de la gente gracias al mérito del esfuerzo continuo. Una lesión en el metatarso me obligó a retirarme del escenario, pero creo que como espectadora lo disfruto aún más. Ese universo, el del circo que busca algo más que la carcajada fácil, el que impulsa al hombre a crear la belleza de formas artísticas y extraordinarias, como el pan, también alimenta el alma. Ése es el circo que sí vale la pena.
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About Author

Avecindada en Zacatecas desde 2004. Ha publicado los poemarios Diario de una mujer de ojos grises y Suite de las fieras (premio de poesía Fundación Guadalupe y Pereyra), así como los libros de cuentos Crónicas de la desolación y La Soledad es una puta. Es licenciada en letras (UAZ), se ha dedicado al teatro, el circo contemporáneo, la promoción de lectura y otros primores. Actualmente es becaria del PECDAZ (Zacatecas) en la categoría de novela.

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