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El lápiz

El Lápiz

Llegó de Madrid, de una prestigiosa marca de lápices; su destino era yacer en manos elegantes y perfumadas. Pero al destino le importan poco las diferencias sociales. Apenas salió de la fina caja, la mezcla de humo, sudores y alcohol lo asfixiaron. Estaba en una cantina de indigna fama, donde el amor no tiene el precio sublime del sacrificio eterno, sino del placer mortal: una memoria colectiva de hombres de narices rojas porque el amor les cerró la puerta; mujeres con hilos de placer, suturando heridas de almas masculinas. Nunca supo de su noble cuna, sí recuerda que por una riña de piernas, quedó clavado en una esquina, gracias a los nervios de un mesero. Estuvo allí durante diez años en indigna posición, según lo decía a menudo en su frase ya hecha: “Vivo de culo, como las putas”. Una tarde llegó don Credo, un escritor puritano. Entró a esa “antesala del infierno”, como lo llamaba él, no para satisfacer sus pasiones sino para adelantarles el infierno con alegorías apocalípticas. Nadie le tomó atención, e iracundo asió el lápiz y condenatoriamente apuntó a todos. Éste desapareció en el bolsillo del pantalón. Llegó a su casa, se sentó en su escritorio donde un crucifijo trituraba su conciencia, sacó el lápiz y comenzó a escribir. “El amor que vale es el amor heroico“. Volvió la vista al papel y leyó: “El amor que vale algo es el amor erótico”. Su conciencia se turbó, le temblaron las manos, sudó y vio que el crucifijo quiso darle la espalda. Rezó y se dio tres golpes en las manos con un látigo. Borró y corrigió, no sin antes esparcir agua bendita en todo su cuarto. Pero tal crimen fue del lápiz, pues había aprendido las malas artes de su pasado y odiaba escribir sobre moral y virtudes celestiales. Decía: “¡Ni de coña! No escribiré gilipolleses”. Pasó semanas cambiando los escritos de don Credo. Amor por sudor, divino por vino, eterna por pierna. Hasta que no pudo más y una visión apocalíptica del infierno lo sumió en un estado soporífero y después, a la muerte. Lo único que quedó prendido en sus manos de garfio fue el lápiz, el cual gritó, se quejó e hizo una fuerza “lapiciana”, pero nada dio resultado. Los enterraron juntos y mientras caía la tierra se le escuchaba decir en la tumba: “Viví como zorra diez años, como santo dos semanas y termino echando un polvo con un muertito”.