Oxímoron

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Cuento / Por Esteban Sevastian

Apareció tras un eclipse lunar sentada bajo el sauce de la plaza de una alejada aldea de treinta casas. Nadie sabía de su ascendencia, algunos murmuraban que de la tierra, otros que del cielo y los más románticos aseguraban que se desprendió de la luna; parecía hecha de una carne de otro mundo. Caminaba por las noches tan sigilosa como la misma obscuridad y la cadenciosa suavidad de un tenue viento que ni los malnutridos perros la advertían. Al amanecer volvía al sauce y dormía tan dulcemente que el áspero suelo parecía envolver su cuerpo en finas sábanas y las delicadas hojas del sauce caían hechizadas al suelo. No hubo en aquella aldea persona que no se doblegará a su belleza. Imponía de noche una insólita droga que imposibilitaba dormir y una fuerza terrible obligaba a mirarla, si fuera posible, eternamente. Su mística belleza despertaba en las personas las más extrañas quimeras sensoriales. La olían como si fuera una flor, deseaban resumir el tiempo en su piel, y en otros despertaba instintos antropófagos. Emilio, un joven de veinte años, quiso beberla y al no poder: murió deshidratado. Su terrible encanto, doblegó la inquietud infante, la pasión viril del hombre, y la envidia congénita femenina. Llegaron al punto de no poder estar sin verla. Durante el día se apiñaban bajo el sauce, dejando sus quehaceres cotidianos y olvidando incluso las necesidades básicas de su cuerpo. Llegó el tiempo en que noche y día la seguían flacos, sucios y haraposos; parecía las catástrofes de una larga guerra. Poco a poco comenzaron a morir y un fétido olor inundo el lugar. Había cadáveres, con ojos grotescos y dilatados, tirados a lo largo y ancho de los caminos por donde pululaban gordos y velludos gusanos. Los habitantes ya no padecían hambre ni dolor. Aquella epifanía subyugó todo deseo humano y sentían que para poseerla les estorbaba el cuerpo. El último aldeano antes de morir se arrastró por el suelo con los brazos estirados queriendo rosar, con sus manos, la punta de los pies de aquella mujer.

Cuando todos murieron, la mujer desapareció con la noche y la aldea se tornó en un páramo de melancólicos alaridos. Bajo el sauce, quedó un asolado montículo de cadáveres donde las fieras peleaban por trozos de carne y huesos. Asomaban brillantes colmillos blancos que parecían reírse a carcajadas.

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About Author

Esteban Sevastian

Mi nombre es Esteban Sevastian Valencia, nací el 25 de enero de 1986 en Santiago Tangamandapio, Michoacán. Vivo en Cd. Benito Juárez, N.L. Estudié filosofía en el seminario de Monterey donde actualmente estudio teología.

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