Si el 5 de mayo, no se derramó sangre mexicana; quede éste invalidada.

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Hace algunos años leí un artículo sobre un escritor llamado Juan Miguel Zunzunegui, dicha publicación me llamó la atención por su título: “Las tres batallas de Puebla”. Siempre me ha gustado la historia, empero, también he tenido mis dudas acerca de la veracidad del proyecto educativo del estado que un día llamó Justo Sierra: “El evangelio de la nación”.

Estoy a favor de algunas críticas de  Zunzunegui, sin embargo, difiero, y me pareció una opinión apresurada decir que no hay nada que festejar el 5 de mayo, que se ganó una batalla pero no la guerra, haciendo somero dicho acometimiento. Aludiendo con esto, además, que nadie se ha preguntado el por qué en poco menos de un año ondeaba una bandera francesa en el palacio nacional. Dando a entender, de manera directa, la poca capacidad del mexicano de cuestionar su historia o lo que de ella se enseña.

Buscar la objetividad histórica, clara, justa e imparcial se vuelve una tarea difícil, pues, las manos del tiempo agregan u omiten ciertos hechos del pasado. Hablar de un suceso puntual de la historia es quitar una pieza del gran rompecabezas y es aquí cuando se debe de tratar con mayor importancia su contexto.  Debemos tener en cuenta que por algo esa pieza encajó allí, porque si afirmamos que esa pieza está errónea habrá que revisar todo el rompecabezas, o sea, toda la historia. El error está cuando lo aislamos “del todo”, y juzgamos la parte como única. Nos pasaría como el relato de “los ciegos y el elefante”, cada uno tendría su parte de verdad pero ninguno la verdad completa, si es que esto es posible.

Por lo anterior, quiero poner en relieve el por qué creo en la justa celebración de la batalla del 5 de mayo.  Si queremos entender esta celebración debemos buscar más a fondo. En un país herido, económico, social y políticamente; sumergido en una inestabilidad nacional.

La invasión francesa fue sólo la cereza sobre el pastel de todas las convulsiones vividas en aquella época. Para entender mejor, dejemos de hablar de México como una masa y hablemos de individuos que forman un país. Estas personas tenían tres años de vivir la tragedia de la guerra. Una guerra intestina que aumentó la miseria ya existente. Pero, ¿dónde comenzó todo y cuáles fueron las consecuencias?

Fue en la presidencia de Ignacio Comonfort cuando se convocó a la redacción de una nueva constitución que supliría el de 1824, buscando consolidar el país. Es más propio decir, lo que nos quedaba de nuestro país ya que apenas en 1848 se había perdido el 55% del territorio ante EE.UU. Siendo presidente Antonio López de Santa Anna, perdón, su Alteza Serenísima como se hizo llamar. Pero de esto hablaremos en otra ocasión.

Esta nueva constitución contenía pues, un marcado pensamiento del partido liberal y por ello, fue rechazada por los conservadores que la llamaron: irreligiosa e inmoral, y por estar plagados de principios filosóficos abstractos, ajenos al ser del pueblo mexicano.

Este hecho gestó el inicio de una lucha entre los conservadores y los liberales que duraría de 1858-1860.

¿Qué pasó en este lapso de tiempo en nuestro país? Desde el comienzo, nos dice la historiadora Érika Pani, que gobernar con la nueva constitución parecía imposible. El hecho era simple; se iba en contra de una de las instituciones raíces: el catolicismo. Dentro del partido liberal, se encontraban liberales radicales y moderados, los unos veían la constitución muy floja, sobre todo en cuestión de la libertad de culto, mientras los moderados no acababan de aceptar que los poderes públicos dejaran al poder legislativo con las manos atadas al legislativo unicameral. La preocupación de los liberales moderados crecía debido al radicalismo de ciertos artículos, como: la libertad de expresión, imprenta, enseñanza y, en especial, la ausencia de compromiso alguno con la iglesia que en ese momento formaba la idiosincrasia de la mayoría de los mexicanos; y que esto provocara una reacción y que el país tornara ingobernable.  Aunque ya los motines, protestas, tentativas de rebelión y conspiraciones estaban al orden del día. La pluriformidad de pensamiento se sentía; unos por la salvaguardar la libertad; otros, el orden. Y para terminar con esta situación, el 17 de marzo, el gobierno de Comonfort exigió que todos los funcionarios, sin excepción, jurasen la constitución. Fue esta acción que hizo que ya el conflicto gestado desde tiempo entre Iglesia-estado estallará. Pues los obispos determinaron que jurar contra una constitución “impía, atea y consiguientemente injusta e inmoral” era un pecado muy grave, que merecía la excomunión. Y el convenio que intento, Comonfort, con el vaticano y el papa Pío IX, fue un fracaso. Esto trajo irremediablemente el choque entre los poderes civiles y eclesiásticos.

Estas fricciones aumentaron en 1857. Mientras el clero (conservadores) incitaba el desacato a las leyes liberales, y los otros, al mismo tiempo exigían el castigo a los insurrectos. Y para no extendernos, el 17 de diciembre de 1856 se proclama, “el Plan de Tacubaya”, por Felix Zuloaga, el cual, derogaba la constitución de 1857 por no haber sabido hermanar “el orden y la libertad”. El plan otorgaba a éste facultades absolutas y totales. Y el 11 de enero de 1857 Zuloaga se convierte en presidente interino. Y su pronunciamiento se celebra con el “Te Deum” en la catedral. Así el país de dividió. Algunos apoyando el Plan de Tacubaya y otros en defensa de la constitución como fueron los estados de Aguascalientes, Colima, Guerrero, Jalisco, Michoacán, Oaxaca, Querétaro y Veracruz. Reconociendo como presidente a Benito Juárez, antiguo presidente de Oaxaca y entonces presidente de la suprema corte. Juárez había sido encarcelado por el golpe de estado de diciembre y liberado por Comonfort antes de su exilio. Así Juárez promulgó que la Constitución debía ser la única regla a que debían sujetarse los mexicanos para labrar su felicidad. Y Así de dio inicio a la guerra de la reforma o de tres años.

Esta guerra confrontó al país desde 1858 a 1860. La violencia fue terrible, pues aunado a la violencia de la guerra, ambos ejércitos estaban mal dotados de armas y comida. Esto hizo la batalla larga, difícil y con un desempeño penoso; ningún ejército pudo contraponerse al otro con rapidez y se alargó por tres años. En este trienio, la miseria azotó el país, la inestabilidad en todos los aspectos, basta decir que hubo varios presidentes en este lapso. A su término quien había perdido todo eran los mexicanos: masacrados y sumidos en una estrechez escandalosa. El catolicismo debía replantear su postura y relación con el nuevo estado; la política nueva que se impuso había de gobernar con todas las zozobras propias de la postguerra y salir a flote con una enorme deuda extranjera que dejaron los conservadores y que ahora debía pagar el gobierno de Juárez. Ante esta situación, se anunció la moratoria sobre los pagos de la deuda externa a Inglaterra, Francia y España.

Deuda extranjera que le sonrió a la ambición de Napoleón III, en su anhelo de erigir en México un trono estable, y no habiendo encontrado mejor pretexto que el dinero que le debía México, y a pesar de que éste derogó la moratoria y pudo negociar con España e Inglaterra no se pudo negociar con la codicia de Napoleón (Francia), el cual dejó ver muy pronto, a todas luces, su verdadera intención poco después de que se retiraran las tropas inglesas y españolas. Los franceses apoyados en México por algunos generales conservadores, se sintieron con mayor fuerza y confianza.

A poco más de un año del triunfo sobre la reacción, los liberales, débiles, fraccionados, ofuscados, se enfrentaban al imperio más poderoso de aquella época.

Los franceses partieron de Veracruz con 6, 000 hombres hacía puebla, con intenciones definidas de derrocar al gobierno Juarista. Con la anemia nacional existente, los liberales decidieron hacer frente al ejército francés. Y en ella, dos hombres figuran de manera admirable: Porfirio Días e Ignacio Zaragoza. En dicha batalla murieron 83 mexicanos, según fuentes.

 

La victoria de aquellos hombres, pese a que no significó la derrota de los franceses sino sólo un retraso de la toma de la ciudad, desde el punto de vista psicológico, el 5 de mayo representó una victoria brillante. Se vencía a una potencia militar, y hacía que Francia remplazara su capitán de momento y replanteara la visión hacía la milicia mexicana.

Esta victoria fue capaz de devolverle la esperanza a un país devastado. Devolvió las fuerzas a una nación débil, aunque momentánea, no efímera ni mucho menos inútil. Pues más que un estímulo psicológico, se dieron cuenta de la contundencia y fuerza que se poseía aún en esos momentos difíciles, y que gozaba de militares de la talla de Zaragoza y Díaz que estaban dispuestos a proteger al país.

¿Acaso en un camino largo por el desierto el agua que hidrata el cuerpo y que ayuda a llegar a la meta no sirve, por el simple hecho de no ser la meta en sí misma? ¿No es ese trago de agua en los momentos más calurosos los que dan una determinación mayor para llegar a la meta?

La sangre que tiñó de rojo las tierras mexicanas, aquel 5 de mayo, fue el agua que hizo renacer al país. Que le dio las fuerzas para no darse por vencido los años siguientes y luchar hasta la victoria. ¿Por qué entonces olvidar aquellos hombres y esa fecha?

La gloria de las guerras tiene un brilló rojo, pues tiene su raíz en los abatidos, y desde aquellas muertes se sostiene. Y el laurel fue nuestro, a pesar de que algunos acontecimientos históricos hicieron que Francia comenzará a recoger sus pelotones y esto facilitará el éxito a los mexicanos. Sin embargo, en las guerras suceden hechos inesperados y no por ello se demerita la gloria.

Y si hay algún héroe a quién venerar ha de ser aquellos que derramaron su sangre en la batalla, pues es en aquella sangre donde se alimentó la constitución de 1857, y que preservó la libertad frente a un nuevo imperio que quisieron instaurar los franceses.

Estoy, pues de acuerdo con Zunsunegui cuando dice: que es tiempo de rescatar nuestra historia, pero en nuestra historia existe una batalla que se ganó el 5 de mayo 1862. Sin asunción de héroes particulares, falsos pudores o comentarios livianos.

Si la guerra del 5 de mayo fue la cereza en nuestro devastado país, también fue la esperanza, el agua, la fuerza que se recuperó en medio de un desierto para ganar la tercera y última batalla del 2 de abril de 1867.   Bien podemos criticar el olvido de esta fecha, pero ello, no significa el demérito del 5 de mayo de 1862.

 

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Esteban Sevastian

Mi nombre es Esteban Sevastian Valencia, nací el 25 de enero de 1986 en Santiago Tangamandapio, Michoacán. Vivo en Cd. Benito Juárez, N.L. Estudié filosofía en el seminario de Monterey donde actualmente estudio teología.

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